El transbordo a estas horas es cansado. Los puestos ya están cerrados y las personas caminan con los ojos casi pegados. Nadie parece querer llegar a su destino. El paso es lento, como si pesara. Yo, como siempre, corro. Intento engañar a la mente y al tiempo con mi andar. Pero esta línea es imposible. Mi andar está sujeto a corrientes eléctricas, vías y sujetos imprudentes.
Aún quedan amantes en los andenes. Se miran, se besan. Buscan reconocerse en los ojos de los otros. Una pantalla, mi fleco y la música del metro.
Tantos rostros, tanto cansancio. Esta línea y sus líneas de frustración. Tanto coraje. Tanto miedo. Tanta tristeza. Una ventana, mi fleco y la música del metro.
Hoy tuve una batalla. Cara a cara con mis propias líneas. Me senté frente a mi propio rostro. Una mujer descubrió mi cara y sujetó mis cabellos asegurándose de que todo fuera claro.
Tres rounds. Ni uno más. La mujer me voltea y no me permite volver a mirar. Fui tan cobarde con mi propio rostro que no se me permitió volver a mirar. El sonido de las tijeras es definitivo. Han cortado más que un mechón de cabello. El sonido rasga. Corta. Se queda. Imposible volver a mirar.
Una puerta, mi fleco y la música del metro. El anuncio de otro encuentro.